miércoles, 1 de junio de 2011

Dios es gracia y amor.










DIOS ES GRACIA Y AMOR



No es posible la relación sin el amor. Esta es la conclusión a la que
hemos llegado hasta ahora. El paso siguiente es comprender que el
hombre es ­o debe ser­ «amor», con lo cual se entra de lleno en la
esencia del mensaje evangélico, en el contenido último de la
predicación de Jesús. Dios, efectivamente, es el Padre que es amor y
que se revela en su Hijo hecho carne, y el hombre llega a su plenitud
cumpliendo el mandamiento «único» de la nueva ley.

a) La gratuidad de Dios
El Antiguo Testamento está lleno de expresiones sorprendentes,
pero ninguna como la afirmación de que el Dios dueño del Universo
«se ha enamorado» de Israel (Dt 10, 15), de tal manera que la Alianza
con el pueblo adquiera la forma de una «declaración de amor» (cf. Dt
26, 17-19). De ese amor procede toda la conducta de Dios para con
Israel: fidelidad, gracia, salvación:

«En aquel tiempo ­oráculo del Señor­ seré el Dios de todas las tribus de
Israel y ellas serán mi pueblo.
Así dice Yahvé:
Halló gracia en el desierto
el pueblo que se libró de la espada.
Israel camina a su descanso.
De lejos Yahvé se le apareció:
Con amor eterno te he amado,
por eso te he reservado mi gracia»
(Jer 31, 1-3. Cf. Is 43, 4; 54, 8.)

El cristiano está tan acostumbrado a oír estas expresiones, que ni de
lejos percibe su carácter «escandaloso»: ¿qué clase de Dios es ese
que ama ­recordemos lo que es el amor­ a su criatura?, ¿y qué clase
de relación de amor es esa que liga al Santo con el hombre pecador?:

«¿Puede el hombre ser justo ante Dios?
¿puede ser puro el nacido de mujer?
Si ni siquiera la luna es brillante
ni a sus ojos son puras las estrellas,
¡cuánto menos el hombre, ese gusano;
el ser humano, esa lombriz! » (Job 25, 4-6).

A-D/PUEDE-AMAR-AL-H: No sin motivo, pues, han negado los
filósofos que Dios pueda amar al hombre, e incluso que ame en
absoluto. En El banquete, diálogo platónico sobre el amor, se comienza
el tema con un discurso de Fedro: «el Amor es el dios más antiguo, y la
prueba de ello es que no tiene padres; nadie, ni prosista ni poeta, los
menciona». Frente a esta afirmación ­que pertenece a los poetas y
filósofos presocráticos­, Platón opone que el amor !no puede ser un
dios ni tampoco algo propio de los dioses, ya que es, por naturaleza,
indigente. Y lo muestra con un famoso mito: sí que tiene padres el
amor, es hijo de Penia (la Pobreza) y de Poro (el Recurso). «Por su
naturaleza, no es el Amor inmortal, sino que en un mismo día a ratos
florece y vive, si tiene abundancia de recursos; a ratos muere y vuelve
a revivir, gracias a la naturaleza de su padre. Pero lo que se procura,
siempre se desliza de sus manos, de manera que no es pobre jamás el
Amor, ni tampoco rico». De un modo semejante, piensa Aristóteles que
Dios no puede amar, ya que es feliz, perfecto y no piensa en nada
fuera de sí mismo. Dios, pues, no tiene amigos ni los necesita 6.
D-GRIEGO/D-CRISTIANO: Siendo el amor una realidad imperfecta e
indigente, Dios no puede amar. Esta afirmación de los grandes
filósofos griegos puede tomarse desde sus dos vertientes. En primer
lugar, la imperfección del amor impide que se le pueda atribuir a Dios.
Y aquí nos encontramos con la tajante afirmación de Spinoza: «Quien
ama a Dios no puede pretender que Dios le ame a su vez.»
Efectivamente, «Dios no ama ­en el sentido propio del término­ a
nadie» 7, ya que el amor no es sino una pasión del alma, es decir, algo
por lo que Dios no puede ser afectado. Es verdad que Spinoza habla
luego de un «amor intelectual» con el que Dios se ama a sí mismo y
ama a los hombres, pero este «amor» no es sino conocimiento. Pero la
afirmación puede tomarse desde otra vertiente: es la perfección misma
de Dios la que le impide amar. Y nos encontramos entonces con la
imagen de un Dios que se basta a sí mismo y que no necesita de
nadie. Es el Dios de los griegos, que pervive solapadamente en la
metafísica occidental; el Dios eterno e inmutable, sin entrañas ni
sentimientos, tan lejano del Dios del Antiguo Testamento y del «Dios
crucificado». La a-patía­y no la sim-patía­es la característica propia del
Dios griego y también del hombre perfecto y feliz.
Es, pues, una cierta concepción del amor la que impide comprender
el que Dios ame. Pero también lo impide una errónea concepción de
Dios. Feuerbach sublima al extremo el amor, y por eso mismo lo hace
superior a Dios: «el amor es una verdad y un poder superiores a la
divinidad. Al amor sacrificó Dios su majestad divina... ¿Quién es, pues,
nuestro Redentor y Mediador? ¿Dios o el amor? El amor; puesto que
no ha sido Dios, en cuanto Dios, el que nos ha redimido, sino el amor
el cual está por encima de la diferencia entre personalidad divina y
humana. Del mismo modo que Dios renunció a sí mismo por amor, así
hemos de renunciar también nosotros a Dios por amor» 8. De ahí que
Feuerbach proponga la inversión siguiente: no hay que decir que
«Dios es amor», sino «el amor es Dios, el amor es el ser absoluto» 9.
El cristianismo no es la religión del amor, sino de la fe, que es lo
contrario del amor: «El amor identifica a los hombres con Dios, a Dios
con el hombre, y, por eso, a los hombres con el hombre; la fe separa a
Dios del hombre y, por consiguiente, al hombre del hombre» 10.
Estamos aquí en los antípodas de la concepción griega: el amor es
algo tan grande que supera al mismo Dios. Si Feuerbach tuviera razón,
habría destruido realmente la esencia del cristianismo, puesto que ser
cristiano es no sólo afirmar, sino también vivir el hecho supremo de
que Dios es amor.
¿Dónde se encuentra la originalidad de esta afirmación? En el hecho
de que ese Dios es un Dios personal, distinto del mundo y del hombre,
y no un Dios que se identifica con el Universo, como quiere el
panteísmo romántico y la mística panteísta. Hay un supremo y
transcendente «Alguien» que entra en relación con el hombre, que
sale de su aislamiento para salvar por amor al hombre. Vamos a ver
ahora cómo el Antiguo Testamento presenta este hecho único e
increíble.
« ¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca
como lo está Yahvé nuestro Dios siempre que lo invocamos?» (:Dt 4,
7). La cercanía de Dios es una relación única que tiene un nombre en
el Antiguo Testamento: Alianza. ¿Cómo es el Dios de la Alianza?,
¿cómo se comporta en su relación con el pueblo?

«Moisés labró dos losas de piedra como las primeras, madrugó y subió al
amanecer al monte Sinaí, según la orden del Señor, llevando en la mano las
dos losas de piedra. El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí, y Moisés
pronunció el nombre del Señor. El Señor pasó ante él proclamando: 'Yahvé,
Yahvé, el Dios compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel, que
conserva la misericordia hasta la milésima generación, que perdona las
culpas, delitos y pecados, aunque no deja impune y castiga la culpa de los
padres en los hijos, nietos y bisnietos.'
Moisés, al momento, se inclinó y se echó por tierra. Y le dijo:
­Si gozo de tu favor, venga mi Señor con nosotros, aunque seamos un
pueblo testarudo; perdona nuestras culpas y pecados, y tómanos como
heredad tuya.
Respondió el Señor:
­Yo voy a hacer un pacto. En presencia de tu pueblo haré maravillas como
no se han hecho en ningún país ni nación: así todo el pueblo que te rodea
verá la obra impresionante que el Señor va a realizar contigo» (Ex 34, 4-10).

Es el mismo Dios quien se define como «misericordioso y fiel». De
ahí procede su acción salvadora y su Alianza con el pueblo. Es el Dios
que se da a sí mismo y que realiza una «acción de gracia», es decir,
una acción gratuita de misericordia y amor salvadores. Este pasaje
ilumina las palabras misteriosas dirigidas anteriormente a Moisés: «Soy
el que soy. Esto dirás a los israelitas: 'Yo soy' me envía a vosotros»
(/Ex/03/14). «El que es» es «el que hacer ser», el que actúa y salva, el
que llama y envía. La Biblia desconoce la metafísica estática y
esencialista de los griegos: ser es actuar, y la plenitud de la acción no
es la contemplación, sino la relación personal, el amor salvador, el don
de sí y la creación. Israel llega a descubrir lo que Dios «siente» por él
no a través de una elucubración metafísica, sino a través de las
«obras» y «maravillas» del Señor Salvador. Su amor no es un puro
sentimiento, sino que se manifiesta en la liberación del pueblo; su
«gracia» es algo más que una actitud favorable y misericordiosa: es
«acción de gracia», y es únicamente esa acción lo que experimenta
Israel en su propia historia.
La Alianza ­relación a-simétrica entre Dios y el pueblo­ procede de
la misericordia de Dios. Por tanto, esta última «constituye el objeto
propio de un BERIT (Alianza) y casi puede decirse que es su
contenido. La posibilidad de que se concluya y persista una alianza
descansa sobre la presencia de la HESED» (N. Glück). La palabra
hebrea HESED ­el más importante de los términos que designan la
gracia en el Antiguo Testamento­ puede traducirse por: benevolencia
solidaria, fidelidad generosa, misericordia, etc. La Alianza es comunión
con Dios; «hesed» es la voluntad decidida de Dios de ser fiel y de
actuar generosamente, con misericordia y bondad. Yahvé es el «Dios
fiel que guarda su Alianza y su misericordia a los que le aman» (Dt 7,
9). Su misericordia es eterna (Sal 136, 1 y sgs.). Las imágenes del
padre, del pastor y del esposo fiel explicitan mejor qué tipo de actitud
es «hesed». Este término se une a otros, como «rahamin»
(compasión), y ofrece algo que supera todos los límites de lo
previsible: la misericordia de Dios se ejerce sobre el que no tiene
ningún derecho a ella (es gratuita), sobre el pueblo pecador, sobre la
esposa adúltera.
En estrecha relación con «hesed» se encuentra el término HEN,
menos empleado en el Antiguo Testamento, y que aparece sobre todo
en la expresión «hallar gracia» o, en su forma verbal, en «hacer
gracia». En Israel provoca una confianza indestructible; sabe que en el
desierto alcanzó el favor de Dios» (Jer 31, 2), cuando fue liberado, y
que nada puede privarle de esa gracia:

«Moisés dijo al Señor:
­Mira, Tú me has dicho que guíe a este pueblo, pero no me has
comunicado a quién me das como auxiliar, y, sin embargo, me has dicho: 'Te
conozco por tu nombre', y también: 'Has hallado gracia a mis ojos.' Pues si
he hallado gracia a tus ojos, enséñame tu camino, y así sabré que he hallado
gracia a tus ojos; además ten en cuenta que esta gente es tu pueblo.
Respondió el Señor:
­Yo en persona iré contigo caminando para llevarte al descanso.
Replicó Moisés:
­Si no vienes en persona, no nos hagas salir de aquí. Pues, ¿en qué
conocería que yo y mi pueblo hemos hallado gracia a tus ojos, sino en el
hecho de que vas con nosotros? Esto nos distinguirá a mí y a mi pueblo de
los demás pueblos de la tierra.
El Señor le respondió:
­También esta petición te la concedo, porque has hallado gracia a mis ojos
y Yo te conozco por tu nombre» (Ex 33,12-17).

De nuevo, «hacer gracia» indica una acción salvadora y liberadora,
una presencia activa (un «ir contigo caminando» para liberarte). Pero
que son absolutamente gratuitas: «pues yo hago gracia a quien quiero
y tengo misericordia con quien quiero» (Ex 33, 19).
MDA/GRACIA/JUSTICIA JUSTICIA/MDA/GRACIA: En el mismo
contexto puede hablarse de la justicia de Dios (SEDEQ), que busca
siempre restaurar la Alianza y salvar al pueblo. Extraña «justicia» esta,
que no se trata de algo «debido», sino que es algo gratuito que supera
todo derecho. Dios es justo, salvando; Dios salva, realizando la justicia.
«La justicia puede ser invocada incluso como fundamento para el
perdón de los pecados» (Eichrodt). Misericordia, gracia y justicia
parecen, pues, confundirse:

«La misericordia (HESED) y la fidelidad (EMET) se encuentran,
la justicia (SEDEQ) y la paz (SHALOM) se besan;
la fidelidad (EMET) brota de la tierra
y la justicia (SEDEQ) mira desde el cielo.
El Señor nos dará la lluvia
y nuestra tierra dará su cosecha.
La justicia marchará ante él encaminando sus pasos» (Sal 85, 12-14).

Estamos ante una relación indestructible, ante una voluntad decidida
de Dios por mantener la Alianza, por encima de toda infidelidad
humana. Si nos abrevemos ahora a preguntarnos por qué Dios se
comporta así, con misericordia, gracia y justicia, Oseas y Jeremías dan
la respuesta: Dios ama al hombre, el amor está a la base de esta
relación única.

«En aquel tiempo ­oráculo del Señor­
seré el Dios de todas las tribus de Israel
y ellas serán mi pueblo.
Así habla el Señor:
'HaHó gracia (HEN) en el desierto
el pueblo que se libró de la espada.
Israel camina a su descanso.'
De lejos Yahvé se le apareció:
'Con amor (AHABA) eterno te he amado
por eso te he reservado mi gracia (HEDED)'.» (Jer 31, 2-3)

Este texto, citado anteriormente, adquiere ahora todo su sentido.
Israel está en el destierro y Dios recuerda su Alianza: «seré el Dios de
las tribus de Israel y ellas serán mi pueblo» (v. 1). Dios habla: los
supervivientes siguen «hallando gracia» ante El. El dinamismo de la
HEN divina va a actuar una vez más. El pueblo que está lejos y
desterrado oye una declaración de amor: mi amor hacia ti es eterno, mi
misericordia permanece fiel, voy a salvarte: «te reedificaré de nuevo y
serás reedificada, ¡oh virgen de Israel! » (v. 4).
Para Jeremías, la destruida Jerusalén es la «la virgen de Israel». En
cambio, para Oseas se trata de la esposa adúltera, escapada lejos de
Yahvé. La Alianza se convierte, pues, en matrimonio. Pero a pesar de
la infidelidad del pueblo, el amor de Dios se mantiene fiel y le conduce
a conquistar de nuevo a la esposa: «Por eso yo la voy a seducir: la
llevaré al desierto y hablaré a su corazón» (Os 2, 16). Israel se dejará
seducir: «Y sucederá aquel día ­oráculo de Yahvé­ que ella me
llamará: 'Marido mío'» (2, 18). Los términos en que se formula la futura
reconciliación recogen todo el vocabulario de la gracia:

«Yo te desposaré conmigo para siempre;
te desposaré conmigo en justicia (SEDEQ) y equidad,
en misericordia (HESED) y compasión (RAHAMIM),
y tú conocerás (YADA = conocimiento con amor) a Yahvé» (Os 2, 21-22).

El oráculo termina con una fórmula matrimonial que es renovación de
la Alianza: «me compadeceré de la Incompadecida, y diré a
'No-mi-pueblo': 'Tú eres mi pueblo', y él dirá: 'Tú eres mi Dios'» (v. 25).
Oseas hace ver «la fuerza irracional del amor como la base más
profunda de la relación de alianza» (Eichrodt). Se trata de un amor
airado y celoso, incomprensible, una pasión sin límites, que pasa por
encima de todo y no abandona jamás a quien ama. El famoso texto de
1 Cor 13, 4-7 se aplica aquí perfectamente. Pero sobre todo se trata
de un amor gratuito: «Los amaré sin que se lo merezcan» (Os 14, 5).
Ezequiel 16 desarrolla en una amplia alegoría el mismo tema (cf.
también Ez 23). Y es que Israel no cesó de maravillarse de la gratuidad
del amor fiel de Yahvé: «¿Hubo jamás desde un extremo al otro del
cielo palabra tan grande como ésta? ¿Se oyó nunca cosa semejante?»
(Dt 32). En efecto, los dioses griegos se muestran celosos de la
felicidad de los hombres, en otras religiones los dioses necesitan de
los hombres, sólo en la Biblia se habla en los términos más
escandalosos del supremo desinterés y del amor gratuito de Dios.

b) En Jesús de Nazaret, Dios se da a sí mismo
Dios se nos da y se nos revela a través de mediaciones concretas.
El Dios de la Antigua Alianza se da a través de una mediación histórica:
mediante experiencias históricas de salvación, Israel descubre al Dios
que ama y salva gratuitamente. Pero en Jesús de Nazaret la mediación
histórica es también personal, a través de un hombre. Dios se da de tal
modo a través de ese hombre-Jesús, que los discípulos llegan a
descubrir que ese hombre-a-través-del-cual Dios se da, es
el-mismo-Dios-que-se-da.
«Si conocieras el don de Dios», dice Jesús a la samaritana. Y no
habla aquí del Espíritu ­al menos, directamente­, sino de sí mismo:
Jesús es el don de Dios, o mejor, el Dios que es don (cf. Jn 4, 10).
«Tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único para que todo el
que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). En
Jesús queda concentrado todo don de Dios, el cumplimiento total de
las promesas: «Aquél que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo
entregó por todos nosotros, ¿cómo es posible que con él no nos lo
regale todo?» (Rm 8, 32). En Jesús «se ha manifestado la gracia
salvadora de Dios a todos los hombres» (Tit 2, 11). El «se entregó por
nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un
pueblo que fuese suyo» (Ibíd., v. 14). Como profetizara Oseas, Jesús
aparece perdonando a la adúltera (Jn 8, 1 y sgs.), con lo que se revela
en él la misericordia y justicia salvadora de Dios sobre el
pueblo-mujer-adúltera, por encima de la mezquina justicia de los
hombres (justicia ésta que les condena a ellos mismos, constituidos en
acusadores-acusados).
En Jesús de Nazaret se descubre el tremendo misterio del corazón
de Dios. En Jesús de Nazaret Dios llora sobre la dispersión del pueblo
(Mt 23, 37-39), solloza ante la muerte del amigo (Jn 11, 33 y 38), se
conmueve ante el dolor ajeno, siente miedo ante el dolor propio (Mt 26,
36 y sgs.), se alegra por la conversión del pecador (Lc 15, 7. 10 y 31),
goza con la presencia de los niños y de los pobres de corazón (Mt 19,
13-15) y especialmente con la aceptación del Reino de Dios por parte
de los humildes (Lc 10, 21). Si el encuentro con Jesús trastorna
totalmente el curso de la existencia, es porque en él se descubre a
alguien que no existe sino para los demás, ya que viene «de lo alto»:

«El encuentro con Jesucristo: experiencia de producirse aquí un trastorno
de toda existencia humana, debido al hecho de que Jesús 'no existe, sino
para los demás'. Este 'ser enteramente para los demás' de Jesús: experiencia
de la transcendencia. De esta libertad de sí mismo, de este «ser para los
demás» hasta la muerte, es de donde nace la omnipotencia, la omnisciencia
y la omnipresencia. La fe es la participación en este ser de Jesús... Dios bajo
forma humana, no como en las religiones orientales bajo forma animal,
símbolo de lo que es monstruoso, caótico, lejano, pavoroso; ni tampoco bajo
forma abstracta, símbolo de lo que es absoluto, metafísico, infinito, etc.; ni
como el dios-hombre griego es 'el hombre en sí mismo', sino 'el hombre para
los demás', es decir, el crucificado. El hombre que vive de la transcendencia»
(D. BONNOEFFER, Resistencia y sumisión, Barcelona, 1970, págs. 224-25).


Estas fórmulas de Bonhoeffer han hecho fortuna en la teología
actual. Permiten un acercamiento mayor al misterio de Jesús:

«característica decisiva de la figura humana de Jesús: su esencia no
consiste en existir como hipótesis, es decir, subsistir en sí mismo, que para
los griegos era la suma perfección; su esencia es más bien el existir para los
otros; su esencia es autoentrega, autodonación; él es el que sale de sí
mismo, el que intercede por los otros, el solidario. Para la Escritura
Jesucristo es el hombre para los demás hombres. Su esencia es entrega y
amor. En este amor a los hombres consiste la forma existencial concreta del
señorío del amor de Dios para con nosotros» (W. KASPER, Jesús, el Cristo,
Salamanca, 1976, págs. 268-69).

J/REVELADOR-DE-D: En Jesús se realiza, pues, la plenitud absoluta
de lo humano, el hombre perfecto que todos debemos llegar a ser. Su
ser-sí-mismo es ser-en-relación que brota y procede de un amor total a
los otros, de un incondicional ser-para-los-demás que no repara ni
siquiera en la posibilidad de la muerte. Y al mismo tiempo es también la
revelación del Dios-que-se-da a sí mismo, es decir, es la revelación de
la «gracia» de Dios. Así se explica cómo el mensaje neotestamentario
acerca de la misericordia y el amor gratuitos de Dios significa un
sustancial avance respecto al Antiguo Testamento: en Jesús de
Nazaret Dios ha dicho su última palabra (Heb 1, 1-2) y ha cumplido
todas las promesas (2 Cor 1, 20).

Dios es gracia y amor
GRACIA/QUE-ES: El vocabulario neotestamentario para expresar la
gratuidad del don de Dios al hombre es amplio, pero destaca un
término clave: JARIS («gracia»). Aparece fundamentalmente en San
Pablo ­unas cien veces, en especial en las siguientes cartas: Romanos
(25), 1 Corintios (11), 2 Corintios (18), Efesios (12), Gálatas (7),
Colosenses (5). Gracia es siempre la misericordia salvadora del Padre,
que se da a sí mismo en su Hijo. Pablo insiste en su carácter gratuito:
no es una respuesta a las buenas obras del hombre (las «obras de la
Ley»), y no requiere más que la fe ­confianza y entrega­ como acto por
el que el hombre se apropia la salvación.
La carta a los Romanos tiene como tema central el de la «justicia»
(DIKAIOSYNE) de Dios, es decir, la acción por la que el Padre
concede una «amnistía» gratuita sobre el hombre pecador,
reconciliándole consigo mismo y haciéndole su hijo. La amnistía
procede del amor misericordioso y gratuito de Dios, es decir, de la
«gracia» (Rm 5, 15-17).
Por su parte, la carta a los Efesios desarrolla el tema de la unidad de
todos los hombres en Cristo. Los hombres se reconcilian entre sí,
vuelven a existir como seres-en-relación y a ser plenamente humanos
gracias al amor gratuito de Dios que entrega a su Hijo (cf. Ef 1, 6-11).
Aquí se encuentra, entonces, todo el secreto de la historia de los
hombres. Cristo es el centro de la futura humanidad reconciliada. El
amor gratuito de Dios es la dinámica que mueve la historia:

«La piedad de Dios es grande, e inmenso su amor hacia nosotros. Muertos
como estábamos por nuestras culpas, Dios nos hizo revivir a una con Cristo
­¡vuestra salvación es pura generosidad de Dios!­, nos resucitó y nos sentó
con Cristo en el cielo. Desplegó así, ante los siglos venideros, toda la riqueza
impresionante de su gracia, hecha bondad para nosotros en Cristo Jesús. La
bondad de Dios os ha salvado, en efecto, mediante la fe. Y eso no es algo
que provenga de vosotros; es un don de Dios. No es, pues, cuestión de obras
humanas, para que nadie pueda presumir. Lo que somos, a él se lo
debemos» (Ef 2, 4-10).

Es preciso leer ahora un fragmento del prólogo del Evangelio de San
Juan. El evangelista habla como «testigo»: al ver a Jesús, hemos visto
la gloria de Dios (cf. 1 Jn 1, 1-4). En Jesús se nos ha aparecido en
plenitud «la gracia y la verdad» de Dios. «Gracia y verdad» («jaris kai
alezeia») equivale aquí a «misericordia y lealtad» («hesed we emet»)
de un texto que hemos citado anteriormente: Ex 34, 6, donde Yahvé se
define a sí mismo como el Dios del amor misericordioso y fiel que salva
a su pueblo de la esclavitud.

«Y aquél que es la Palabra habitó entre nosotros, y vimos su gloria, la que
le corresponde como Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad... De
su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia. Porque la Ley fue dada
por Moisés, pero la gracia y la verdad nos vinieron por medio de Jesucristo. A
Dios nadie le vio jamás; el Hijo único, que es Dios y vive en 'íntima unión con
el Padre, nos lo ha dado a conocer'» (Jn 1, 14-18).

El vocabulario de la gracia se completa con otros términos:
misericordia («eleos» y «oiktirmos», en griego); dar («dídomi» y
derivados) y recibir («dejomai» y «lambano»). Los cánticos de María
(Lc 1, 46-55) y Zacarías (Lc 1, 68-79) expresan un desbordamiento de
alegría: la misericordia prometida a Israel se cumple plenamente en
Jesús. Los enfermos y poseídos acuden a Jesús suplicando
misericordia (Mt 9, 27; Mt 15, 22; Lc 17, 13, etc.), ya que en él se
revela el Dios «rico en misericordia» (Ef 2, 4), el «Padre de las
misericordias» (2 Cor 1, 3), que se inclina sobre Israel (Rm 11, 30-32)
y que invita a todos a «acercarse al trono de la gracia para obtener
misericordia y gracia» (Heh 4, 16). Juan emplea con frecuencia el
verbo «dar»: Dios nos ha dado a su Hijo (Jn 3, 16), todo lo que posee
Jesús es don del Padre (Jn 5, 36; 6, 37 y 39 etc.), y eso es lo que
nosotros «recibimos» (Jn 17, 8; 7, 39).
En cambio, parece ser que Jesús no empleó en su predicación la
palabra «gracia»; sin embargo, habló de ella continuamente, ya que el
centro de su predicación es el anuncio del Reino de Dios. Es un hablar
concreto e histórico (escatológico) acerca de la gracia: ésta no
aparece como modo de comportarse de Dios, sino como un
acontecimiento concreto de salvación, como un ámbito de liberación.
Jesús habla de la gracia que actúa en la Historia y llama al hombre, y
de este modo habla de sí mismo: El es el Reino de Dios. Por otra parte,
su modo más típico de hablar ­las parábolas­ tienen como tema
fundamental el de la misericordia de Dios que se dirige y se ofrece
gratuitamente al pueblo. Dios es el que invita a todos al gran banquete,
el padre que sale al encuentro del hijo pródigo, el esposo que llega, el
pastor que busca a la oveja perdida...
Al hablar de la gracia, habla Jesús de sí mismo. Por eso, aquél que
le oyó, que le vio con sus propios ojos, que le tocó con sus
manos­Juan (1 Jn 1, 1-3)-, pudo concluir: «Dios es amor.»

«Queridos hijos, Dios es la fuente del amor: amémonos, pues, unos a
otros. El que ama es hijo de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce
a Dios, porque Dios es amor. Y Dios nos ha demostrado que nos ama
enviando a su Hijo único al mundo para que tengamos vida por medio de él.
¿Que dónde radica el amor? No en que nosotros hayamos amado a Dios,
sino en que él nos amó y envió a su Hijo para que nos alcanzase el perdón de
nuestros pecados» (/1Jn/04/07-10).

«Dios es amor.» No hay por qué discutir si se trata o no de una
definición propiamente dicha de Dios. La Biblia no da definiciones, sino
que da testimonio de experiencias y de revelaciones. De todos modos,
el texto es mucho más que una definición. Afirma nada menos que el
amor es una realidad divina: «Dios es la fuente del amor» («ágape ex
tou zoou estin»: el amor es ­procede­ de Dios). Por tanto, sólo desde
Dios puede hablarse del amor y sólo desde Dios podrá hablarse del
hombre. El amor es el modo como Dios se manifiesta al hombre, el
rostro con el que el Padre se vuelve hacia el hombre. Juan ha llegado
a esta conclusión después de reflexionar sobre las manifestaciones
concretas de Dios en la historia, en especial sobre su manifestación
última en Jesús. Juan, además, entiende contraponer esta experiencia
de Dios con lo que es el «mundo». Dios es amor; pero también «es
luz» (1 Jn 1, 5) y «es espíritu» (Jn 4, 24); el mundo es odio y cierre
egoísta, es tinieblas, es limitación. Al hombre se le invita a una nueva
vida, a imitación de Dios y de su Hijo encarnado: a ser amor, luz y
espíritu. Sólo si obra así será «hijo de Dios».

El Espíritu de amor
Afirmar que «Dios es espíritu» no es algo distinto de afirmar que
«Dios es amor». Como observa H. Mühlen, «en el lenguaje bíblico la
palabra 'espíritu' significa el existir-hacia-afuera típico del hombre, y no
de ningún modo, sólo su existir-en-sí. Lo cual corresponde con la
afirmación básica de la Biblia de que el Espíritu es todo hecho en que
el Padre y el Hijo salen de sí mismos, existen hacia afuera, y
ciertamente tanto en su vida intratrinitaria cuando en relación con los
hombres y con el mundo» 11. Es decir, el Dios que es gracia y amor
gratuito no es un Dios impersonal: es el Dios que «es espíritu», que es
autoapertura y auto-transcendencia; es decir, es un Dios personal o, si
se prefiere, suprapersonal.
«El Padre ama al Hijo y ha puesto todas las cosas en sus manos»
(Jn 3,35). Ese amor del Padre es su total apertura y donación al Hijo. El
Padre es espíritu, pero también lo es el Hijo, «ya que Dios le ha
comunicado plenamente su Espíritu» (Jn 3,34), y el Hijo lo comunica a
sus discípulos, llamándoles así a una total apertura de sí mismos. El
Espíritu es liberación porque rompe el cierre egoísta sobre sí mismo.
«El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor hay
libertad» (2 Cor 3, 17). El «Espíritu de gracia» es, pues, «Espíritu de
libertad»: la libertad de Dios se afirma en que el Dios que ama como
Espíritu es un Dios que ama con absoluta libertad. Es otra manera de
hablar de la gratuidad del amor de Dios, es decir, de la gracia, pero
también del amor con que deben amarse los hombres: «El viento sopla
donde quiere; oyes su rumor, pero no sabes ni de dónde viene ni
adónde va. Lo mismo sucede con el que nace del Espíritu» (Jn 3,8).
ES/LIBERTAD: Los Hechos de los apóstoles son la historia de la
libertad del Espíritu. Es el Espíritu quien elige a los discípulos (Act 1,
2), quien se da a ellos como un don (2, 38; 10, 45), les llena totalmente
(2,4; 4,31; 6,3), les consuela (9,31) y da fuerza (1, 8). Pero, además, el
Espíritu habla (10, 19; 11, 12; 21, 11) y actúa de modo inesperado,
con total libertad: cambia los planes de los discípulos (10, 47; 16, 6),
hace hablar (y, 10; 11, 28), guía, conduce y ordena (13,2-4; 21,4). El
modo como Felipe es conducido por el Espíritu es de lo más
característico (8, 29 y 39). Nadie puede saber dónde «soplará» el
Espíritu, nadie debe intentar controlarlo o manipularlo. El Espíritu es la
libertad de Dios. Todo intento «mágico» de ponerlo al servicio del
hombre resulta inútil.
Los Hechos cuentan el caso de Simón el Mago, a quien los
samaritanos consideraban como una personificación del «Gran Poder»
(cf. 8, 9-24). Simón creyó y se bautizó a raíz de la predicación de
Felipe en Samaria. Más tarde, Pedro y Juan fueron enviados para
imponer las manos a los samaritanos creyentes:

«Al ver Simón que cuando los apóstoles imponían las manos se impartía el
Espíritu, les ofreció dinero, diciendo:
­Concededme también a mí el poder de que, cuando imponga las manos a
alguno, reciba el Espíritu Santo.
­¡Al infierno tú y tu dinero! ­le contestó Pedro­. ¿Cómo has podido imaginar
que el don de Dios es un objeto de compraventa? No es posible que
participes de este don, pues Dios ve que tus intenciones son torcidas» (8,
18-21).

Ningún poder puede ejercerse sobre el Espíritu. La gracia y el amor
no pueden ser comprados. Dios es libre y se da a quien quiere,
cuando y como quiere: precisamente a los pobres, es decir, aquellos
que no pueden ejercer poder alguno:

«¡Todos los sedientos, id por agua,
y los que no tenéis plata, venid,
comprad y comed, sin plata
y sin pagar, vino y leche! » (Is 51, 1).

El Reino de Dios pertenece a los pobres (Mt 5,3). Dios «llena de
bienes a los hambrientos, y despide a los ricos, enviándolos con las
manos vacías» (Lc 1, 53). El fariseo, que se jacta de sus buenas obras
(Lc 18,9-14), de no necesitar «médico» (Mí 9,12), que cree «ver» (Jn
9,41), se queda, en efecto, sin nada. El que acumula riquezas y se
siente así seguro, pierde su vida (Lc 12, 13-21). «Dices: 'Soy rico; me
he enriquecido; nada me falta.' Y no te das cuenta que eres un
desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo» (Ap 3,17).

GRACIA-BARATA: Una vez más, se afirma aquí la gratuidad absoluta
del amor salvador de Dios. Lo cual no quiere decir que la gracia se dé
«por nada». Gratuito no es lo «barato», sino lo que no puede
conseguirse «por ningún precio». Por eso puede decir Bonhoeffer que
la gracia es «cara»: «La gracia barata es el enemigo mortal de nuestra
Iglesia. Hoy luchamos por la gracia cara.» La gracia barata es la última
forma de manipulación mágica del poder de Dios. Cristo murió por
todos: la gracia es una realidad disponible, «es la gracia sin precio,
que no cuesta nada; según la naturaleza de la gracia, la factura ha
sido pagada de antemano para todos los tiempos. Gracias a que esta
factura ya ha sido pagada podemos tenerlo todo gratis». Una gracia
así deja al cristiano seguro y tranquilo: no necesita hacer nada. «La
gracia barata es la gracia sin seguimiento de Cristo, la gracia sin la
cruz, la gracia sin Jesucristo vivo y encarnado» 12 Todo resulta, pues,
fácil, no hay que renunciar a nada, no se exige nada; la Iglesia reparte
la gracia a manos llenas, sin condición alguna. GRACIA/EXIGENTE:
Pero con ello se olvida que la gracia es ante todo el amor gratuito de
Dios que llama al hombre a romper con sus propios límites, a
abandonar su solitariedad egoísta, a seguir a Jesús, a darse
totalmente a los demás. La gracia se convierte entonces en «cara» sin
dejar de ser «gratuita», ya que «cuesta caro» romper con todo lo que
nos ata, y caminar hacia la libertad. El Espíritu se nos da
gratuitamente, pero no se nos da «para nada»: «Si vivimos según el
Espíritu, obremos también según el Espíritu» (Gál 5, 25; cf. 5, 22-24).

c) La gratuidad de la existencia humana
GRATUIDAD/CREATURA CREATURA/GRATUIDAD
Dios es amor. ¿Puede decirse que el hombre es amor? ¿Puede
llamársele con todo derecho «homo amans», del mismo modo que se
le ha llamado «homo sapiens», «homo faber», «homo ludens»? ¡Por
supuesto que sí! Pero con tal de que se tenga en cuenta que el
hombre-amor es un hombre en proyecto y en esperanza, el
hombre-que-ha-de-llegar tras la liberación de la humanidad. Y sólo
Dios es el liberador del hombre.
Jesús de Nazaret viene a liberar al hombre. A crear un «espacio» ­el
Reino de Dios­ donde el amor sea posible, donde el amor sea un amor
liberado. Y Jesús lo hace del único modo posible. amando a los
hombres con un amor total y entregándoles su Espíritu.

«Lo esencial aquí es reconocer que si es esencial a la gracia de Dios el ser
gratuita (por eso se llama gracia) es aún más esencial el que nos hace
también a nosotros capaces de gratuidad, de creación, de libertad (y por eso
también se llama gracia).
La gracia sana al hombre de la enfermedad inhumana o prehumana de
volverse una cosa más, regido por mecanismos impersonales bajo la
apariencia de la libertad y del amor. ciertamente, como dice Péguy 'hay algo
peor que tener un alma perversa, y es tener un alma acostumbrada'» (J. L.
SEGUNDO, Teología abierta para el laico adulto, Buenos Aires, 1969,
volumen II, pág. 45).

CV/LIBERTAD LBT/GRACIA: También es esencial al mensaje del
Reino de Dios la predicación de la conversión: hay que cambiar el
corazón, hay que hacerse como niños, hay que nacer de nuevo, hay
que recuperar la libertad de los hijos de Dios. Un psicólogo como V. E.
Frankl comprendió que «lo que los teólogos llaman gracia no es otra
cosa que la libertad para poder hacer uso también de su libertad» 13.
En términos metafísicos, la conversión supone el paso de una cerrada
individualidad a la plenitud de la existencia personal. Maritain hace ver
que la individualidad se basa en la «materia» y que «por ser en mí lo
que de mí excluye todo lo que son los otros, equivale a la mezquindad
del ego, constantemente amenazada y siempre ávida de 'tomar para
sí'». El amor, en cambio, nos descubre a la persona ­en cuanto que
tiene su raíz en el «espíritu»­ «como un centro, en cierto modo
inagotable, de existencia, de bondad y de acción, capaz de dar y de
darse, y capaz de recibir a ese mismo otro como don». La personalidad
«testimonia en nosotros la generosidad o la expansividad de ser que
se debe al espíritu en un espíritu encarnado» 14. De este modo, la
gracia sería la llamada ­y la posibilidad­ dada al hombre para llegar a
existir como persona. Pero todo esto ha de ser examinado más
detenidamente.

Gracia y Espíritu
GRACIA/NO-ES-COSA: Dios es gracia y amor. Y también: la gracia
es Dios. Esta primera afirmación hay que retenerla firmemente si no se
quiere malentender todo lo demás. La gracia no es una «cosa» que
Dios «da» al hombre, ni una realidad «intermedia» entre Dios y el
hombre. Por eso, en sentido estricto, la gracia no se puede «perder»:
Dios es fiel y ama ¿quién no es pecador?) también al pecador (por
otra parte, pero la gracia es Dios que ama al hombre y le salva. Por
eso no es posible hablar de Dios como gracia sino en relación con el
hombre. Entonces hay que añadir que la gracia es Dios mismo en
cuanto se dirige al hombre para ofrecerle su amor salvador en
absoluta libertad y gratuidad. La Biblia expresa esta relación me diente
imágenes muy concretas, incluso espaciales: Dios visita al hombre,
Dios es «presencia» junto al hombre, Dios habita en el hombre. En
Jesús de Nazaret, Dios «ha venido a auxiliar y a dar la libertad a su
pueblo» (Lc 1, 68), se hace «presente» y «habita entre nosotros» (Jn
1, 14). Pero después de la Pascua de Jesús (Jn 7, 3) el Dios de gracia
que habita en el hombre es para la Escritura el Espíritu Santo. «La
gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión
del Espíritu Santo esté con todos vosotros» (2 Cor 13, 13). Por
desgracia, estamos demasiado sordos cuando escuchamos estas
palabras al comienzo de la celebración eucarística. Gracia, amor y
comunión son una misma cosa, con leves variantes de matiz: el Padre
que nos ama muestra su amor salvador (gracia) en Cristo, amor del
que participamos estando en comunión con el Espíritu que habita en
nosotros.
Jesús es el hombre lleno del Espíritu y que lo da sin medida I (Jn 3,
34): «habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo prometido, lo ha
repartido en abundancia» (Act 2, 33). El bautiza en el Espíritu Santo
(Jn 1, 32-33). Los discípulos son bautizados más tarde en Espíritu (Act
1, 5) y lo otorgan por la imposición de las manos (Act 8, 15-19),
aunque el Espíritu Santo muestra también su soberana libertad
dándose sin mediación alguna de la Iglesia (Act 11, 15-16). Jesús
insiste en que todo el secreto de la nueva existencia consiste en nacer
de nuevo del Espíritu Santo (Jn 3,5). San Pablo desarrolla ampliamente
esta idea. El Espíritu es quien nos renueva (Tit 3,5) y se convierte en
el principio dinámico interior del hombre. No sólo habita en el hombre
(1 Cor 3, 16), sino que actúa en él continuamente (1 Cor 12, 13), le
anima (Ro». 8, 14) y ayuda (2 Tim 1, 14) y empuja (2 Pe 1, 21). Toda
la actividad cristiana procede de él: la confesión de fe (I Cor 12, 3), la
esperanza cierta (Gál 5, 5), la oración (Rm 8, 26; Ef 6,18), el culto (Fil
3,3)... En definitiva, el Espíritu fructifica en el cristiano en una conducta
absolutamente nueva (Gál 5, 16-25), de tal modo que éste ha de vivir
«según las exigencias del Espíritu» (Gál 5,16 y 25). Pero el fruto
fundamental es el amor: «al darnos el Espíritu Santo, Dios nos ha
inundado de su amor el corazón» (Rm 5,5; cf. Gál 5,22). De este modo
el hombre queda sellado en su corazón para que Dios le reconozca
como hijo suyo (Ef 4, 30), y es santificado (Ro». 8, 16). Así se
manifiesta en él todo el poder del Espíritu (Ef 3, 16; 1 Tes 1, 5), cuya
expresión más asombrosa son los carismas (1 Cor 12, 4 y sgs.). El
Espíritu llena de paz y alegría (Rm 14, 17), signos del Reino de Dios
presente.
Por todo esto, la gran recomendación de Pablo es: «¡No apaguéis la
fuerza del Espíritu!» (1 Tes 5,19). Y es que «el que se une al Señor, se
hace un solo Espíritu con él» (1 Cor 6, 17). Cerfaux comenta: «Los
cristianos que íntimamente se adhieren al Señor reciben de él la
eficiencia del Espíritu y ya no constituyen con el Señor (Cristo) más
que un Espíritu, fórmula a la que el pensamiento sobrepuja en una
proyección más audaz: ya no constituyen más que el solo y único
Espíritu. Recuérdese la fórmula igualmente audaz: Dios será todo en
todos» 15. Ese «hacerse una sola con el Señor en la esfera del
Espíritu» ­como traduce la Biblia interconfesional­ significa una
identificación del hombre con Cristo en su estar lleno del Espíritu, es
decir, en su total apertura por amor, y en su ser «el hombre para los
hombres».
EXP-DEL-ES: La existencia en el Espíritu es la existencia «abierta» y
libre. Gracias al don del Espíritu el hombre consigue superar la
exclusividad de la afirmación de sí mismo para convertirse en don para
los otros. Sólo entonces el hombre es amor. H. Mühlen ha desarrollado
esta idea de un modo excelente:

«La experiencia del Espíritu saca al hombre de sí mismo, lo orienta hacia
la superación de sí, hacia un don personal de sí al servicio de los demás. De
esta forma se intensifica una dimensión fundamental de la existencia
humana: el hombre, constitutivamente, no existe sólo para sí mismo, sino
también ­y originalmente­ hacia afuera, y así es como llega a su más hondo
ser propio» (Espíritu, Carisma, Liberación, Salamanca, 1975, página 87).

El que Mühlen hable de «experiencia» del Espíritu es significativo. La
apertura del hombre a los demás no se produce a partir de una moción
ontológica-inconsciente del Espíritu, sino a través de la experiencia de
un Amor que nos inunda y nos salva en momentos concretos de
nuestra existencia. La mediación del prójimo es aquí ­como veremos
luego­ decisiva.

SGTO/MIEDO: «Deberemos mostrar aún con mayor precisión que la
experiencia cristiana del Espíritu contradice la tendencia a la autoafirmación,
y que la certeza que da supera ampliamente en intensidad la seguridad que
se busca trabajando por la autoafirmación. Se trata de un hecho
estructuralmente diverso: el hombre, como Pedro, debe saltar de la barca, de
aquello que le ofrece confianza y seguridad. A pesar de su temor creatural,
debe despegarse de sí mismo para entregarse a un elemento que no le ofrece
seguridad alguna (cf. /Mt/14/28-30). La experiencia cristiana del Espíritu
despierta en el hombre la inquietud de haber perdido quizá lo propio y
esencial de su vida...» (Ibíd., pág. 109).

Gratuidad y autenticidad
GRATUIDAD/EVASION: Todo cuanto se ha dicho acerca de la
gratuidad y del amor podría quedar, quizá, bajo el signo de una
«sospecha»: ¿hasta qué punto tiene algo que ver con la realidad?,
¿no es una descarada invitación a un sentimentalismo evasionista? Al
hombre que se enfrenta cada día con la dura evidencia de la opresión,
la injusticia y el más brutal egoísmo, ¿no ha de sonarle todo esto a una
alienante «música celestial»? La gratuidad sería el último refugio de
toda ilusión...
Con toda razón, Hugo Assmann, después de confesar que la
gratuidad es la «dimensión caracterizante del verdadero amor»,
denuncia que cuando una tendencia privatizante en el lenguaje
teológico usa en todo momento términos como «personal»,
«interpersonal», «intersubjetivo», «gratuito», es necesario estar muy
atento. Porque detrás de esta «ideología del amor personal» puede
ocultarse una evidente evasión de la realidad social y conflictiva. Y
añade:

«Se hace necesario denunciar esta ideología romántica y ahistórica de la
'gratuidad', tan característica de sociedades opulentas y unidimensionales
que, dejando intacto e inalterado el curso de las injusticias en el mundo,
inventan una religión circunscrita a los momentos de ocio. Aplicar este tipo de
gratuidad evasionista a la muerte de aquél que fue sentenciado y muerto por
subversivo e insubordinado, inquietador de los poderes instalados, eso sí es
blasfemar al Hijo del hombre. Gratuidad, por lo tanto, no puede significar
simplemente 'inutilidad', 'inconciencia histórica'» (Teología desde la praxis de
la liberación, Salamanca, 1973, pág. 69).

Urge, pues, dilucidar cuándo la gratuidad es una forma de evasión
de la realidad, y cuándo constituye la única forma posible de una
existencia auténtica.
Un Dios «prepotente y justo» ­un Dios que no fuera nada más que
eso­ sería sentido como el «enemigo» del hombre, como el que
subyuga la libertad, y engendraría la necesidad de afirmarse a sí
mismo de un modo absoluto también. Un mundo regido por un Dios así
no podría ser un mundo humano. La rebelión de Prometeo estaría
plenamente justificada. Nosotros no podemos ya creer sino en un Dios
gratuito:

«El 'don' ha estado siempre, inclusive en formas equívocas de intercambio,
como en el potlatch, sometido a la regla de la reciprocidad. ¿Sería posible
una donación que arranque de un exceso, de una sobreabundancia. . ., un
don al fin gratuito? El amor cristiano no es gratuito. Dios se encarga de
equilibrar el reparto, el intercambio. . ., pues Dios es 'justo'. . .
Creo en un dios loco, excéntrico. . ., un dios sumamente injusto...» (E.
TRÍAS, La dispersión, Madrid, 1971, pág. 129).

GRATUIDAD/HUMANIDAD: Igualmente, una sociedad igualitaria,
«justa» y nada más, donde domine el cálculo y el interés, sería una
sociedad «sin interés» alguno para el hombre: carente de imaginación
y creatividad, lo nuevo quedaría excluido, estando todo reducido a un
juego prefijado de derechos y deberes. Lo humano surge cuando
aparece lo gratuito. No habría, si no, lugar para el Reino de Dios. Este
se anuncia por medio de los signos prodigiosos de lo nuevo, y a los
que proclaman ­por medio de hechos y palabras­ su presencia, se les
dice: «Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, limpiad de su
enfermedad a los leprosos, expulsad a los demonios. Pero hacedlo
todo gratuitamente, puesto que gratis recibisteis el poder» (Mt 10, 8).
La gratuidad va unida aquí a acciones concretas de poder y fuerza,
a signos de liberación que terminan con un mundo y abren un mundo
nuevo. Se ha de superar, entonces, todo evasionismo de la gratuidad.
Esta no se ejerce fuera de la realidad, en momentos de intimidad
sentimental, sino en medio del mundo y en la lucha por la libertad.
«Dar la vida por los demás» ­supremo acto del amor gratuito­ es algo
que se resiste a toda interpretación evasionista. El acto gratuito es
siempre un acto libre: por ello no puede realizarse al margen de una
opción concreta por la libertad propia y de los demás. Fuera de este
contexto, el amor gratuito se convierte en una pura abstracción, tan
peligrosa como puede serlo un hablar de «reconciliación universal» o
«amor universal» al margen de las opresiones, injusticias y
desigualdades de nuestra sociedad. Amar a todos «en general» suele
ser una excusa para no amar a nadie en particular y no tener, así, que
comprometerse; hablar de reconciliación «en general» es una manera
de ignorar cínicamente contra cuántas cosas hay que luchar para que
la reconciliación sea posible; hablar de gratuidad «en general» es
cerrar los ojos a la evidencia misma: se comercia con los hombres
como si se tratara de cosas, los intereses económicos de los más
fuertes rigen los destinos de la historia mientras se sigue
tranquilamente hablando de amor y justicia.
YO-TU-NOSOTROS: Hay que superar, también, la privatización del
amor. La filosofía del «diálogo», del «encuentro» y del «yo-tú» encierra
indudables peligros detrás de su innegable valor. Curiosamente, esta
filosofía, que tiene en gran parte inspiración cristiana, ignora que para
la Biblia más que el «yo-tú» lo que existe es el «nosotros», la
comunidad. Jesús pasa realizando encuentros gratuitos «yo-tú» pero el
sentido último de su gratuita entrega es «conseguir la unión de todos
los hijos de Dios que se hallaban dispersos» (Jn 11 52). Una gratuidad
que se encierre en los límites de «lo privado» no puede ser sino una
gratuidad «privada», es decir, «reducida» a los límites de los intereses
del yo: una no-gratuidad.
Por fin, habría que superar un cierto carácter desencarnado del
amor: un amor que por amar a Dios no sabe cómo amar a los hombres
y que convierte a éstos en simples instrumentos para llegar a Dios.
Pero éste es el amor platónico, no el amor cristiano. Jesús ­citando Dt
6, 5­ no dice que hay que amar a Dios «sobre todas las cosas»
(oponiendo así Dios y los hombres), sino «con todo tu corazón, con
toda tu alma y con toda tu mente» (Mt 22, 37), para hablar
inmediatamente del mandamiento ­«semejante al primero»­ del amor a
los hombres. Y aunque el Nuevo Testamento sigue hablando del amor
a Dios, son muchos más los textos en que se habla del amor al prójimo.
Una lectura atenta de la primera carta de San Juan lleva a una
conclusión bastante sorprendente: Dios es amor y la respuesta propia
del hombre al amor que le precede no es la fe; no se recibe el amor de
Dios para devolverlo a su fuente primera, sino para extenderlo a todos
los hombres, constituidos en hermanos nuestros. La fe es la actitud
fundamental ante Dios (aunque no se excluya el amor), y el amor es la
actitud fundamental ante el prójimo: «Queridos hijos, Dios es la fuente
del amor: amémonos, pues, unos a otros» (1 Jn 4, 7). En último
término, amar al prójimo es amar a Dios, pero con tal de que sea un
amor concreto y real, un amor que se dirige y se detiene en el otro, tal
y como existe: «Tuve hambre y me disteis de comer» (Mt 25, 35).

CESAR TEJEDOR
EL GRITO DEL HOMBRE
Temas de Antropología Teológica
Edic. MAROVA MADRID 1980. Págs. 57-79

....................
6. Et. Eud., VII, 12, 1245 b.
7 Ética, V, 19 y 17 Cor.
8 Werke, Stuttgart, 1959, 2ª. ed., vol. VI pág. 65.
9 La esencia del cristianismo, Salamanca, 1975, pág. 293.
10. Ibid., pág. 279.
11. H. MÜHLEN, Espíritu, carisma, liberación, Salamanca, 1976, pág. 104.
12. D. BONHOEFFER, El precio de la gracia, Salamanca, 1968, págs. 17 y siguientes.
13. V. E. FRANKL, El hombre incondicionado, Buenos Aires, 1955, página 179.
14. J. MARITAIN, La persona y el bien común, Buenos Aires, 1948, páginas 41 y sgs.
15. L. CERFAUX, El cristiano en San Pablo, Bilbao, 1965, págs. 250-51.

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